6 de diciembre de 2010

La imagen de hoy: "Pescadores", de Seurat.

Federico Fellini: la misma película


Decir que mis películas son autobiográficas es una salida estúpida. Me he inventado mi propia vida. La he inventado a propósito para la pantalla. Antes de rodar mi primera película, lo único que hice fue prepararme para ser lo suficientemente alto y grande y cargarme de toda la energía necesaria para llegar a gritar un día la palabra acción. He vivido para descubrir y crear a un director: nada más. Y no recuerdo ninguna otra cosa, pasando por uno que vive su vida expresiva en los grandes almacenes de la memoria.

Nada es cierto. No hay nada de anecdótico, de autobiográfico en mis películas. Sin embargo sí está el testimonio de una determinada época que he vivido. En este sentido mis películas son autobiográficas: pero de la misma forma que cada libro, cada verso de un poeta, cada color de un lienzo, es autobiográfico.

Nada de lo que dicen es cierto. No quiero hacerme demasiadas ilusiones sobre mí, ni me interesa hacérmelas además.

No sé distinguir una película de otra; hablo de mis películas. Para mí siempre he rodado la misma película; se trata de imágenes y solo imágenes, que he rodado con los mismos materiales, quizá de vez en cuando empujado por distintos puntos de vista.

Lo que sé es que tengo ganas de recontar. No lo digo por coquetear con la modestia, sino porque francamente recontar es el único juego que vale la pena jugar. Es un juego necesario para mí, para mi fantasía, para mi naturaleza. Cuando lo juego me siento libre, me siento desembarazado. Y en esto soy afortunado: puedo jugar con este juego que es el cine.

Los estudios en penumbra, las luces apagadas, tienen para mí un encanto que debe tener que ver con una parte muy oscura de mí mismo. Levantar un bastidor con mis propias manos, maquillar a un actor, vestirlo, estimular un gesto, una reacción imprevisible, son cosas que me afectan, que absorben completamente toda mi energía.

Hago una película como huyendo, como una enfermedad que hay que padecer. Decido rodar, o llego al set a rodar, cuando estoy vencido por el odio, cuando caigo en el rencor. Es una creación que se inspira en signos de simpatía. Hago todo lo que sea necesario, puntillosamente, cada vez con más detalle, pero víctima de un estadio de fastidiosa rabia. Al final tengo que alejarme de la película y ¡ay! si no me alejo.

No quisiera hablar nunca de ella, pero hablar de la película que se ha rodado forma parte de un ritual de tipo comercial del que es imposible librarse. Las agencias de prensa se ponen en marcha, los teléfonos empiezan a sonar: llegado este momento es como tener delante un espejo. Sería mejor callarse.

Sin embargo me gusta todo ese circo del cine. Aunque con mis películas no mantengo buenas relaciones: es una relación de recíproco menosprecio.

Tengo complejo de criminal. No quisiera dejar huellas ni rastros de todo lo que me ha costado una película. Destruyo todo. Sólo tiene que quedar la película, desnuda y acabada. De la misma forma que no quisiera hacer confesiones.

Ahora, ya he visto esta dichosa película. Tiene algo que se asemeja mucho a mi naturaleza. Sin embargo...

14 de noviembre de 2010

Dos poemas de Juan Gelman


comentario XVIII (gardel y lepera)

Sucede que/de día/de noche/soy
el castigado por tu ausencia/vos linda como un sol/
y tenés piecesitos como dulce esperanza
que andan por mi saliva como

tus ojos/soñándomé/olvidándomé/
sangrándomé de adiós/o como
el arroyito de tu pelo que
llevo escondido como un fuego

que ilumina a este mundo tan chico
para mi humilde amor/oigo la vida
en vos/soleada/florida/caminito
que ardés como clavel

del cielo/callejón
donde amuro la pena y subís/
nido suavísimo o valor/o chamuyo/misterio
que me reúne el corazón


comentario XXI


no sé qué hago fuera
de tu dulzura/a no ser
aprender a volver hacia ella
para no ser otra cosa que vos/verte

para volver desde fuera de vos
con los jugos del mundo/y partir
a los jugos de vos/este vuelo
de vos a vos donde cada

palabra es resplandor de vos/
o sea sombra de vos donde
me corroboran con dulzuras
arrancadas de vos/o furia o fuego

donde ardés como vos/es decir ala
que alás para mejor/suavidad
que me pensás contra la muerte/puerta
donde me entro como a vos


Los dos poemas pertenecen a Comentarios, incluidos en el libro Interrupciones I, editado por Seix Barral

8 de noviembre de 2010

La imagen de hoy: "Edipo y la Esfinge", de Bacon.

Cuaderno Materiales. Un sueño de Magda Goebbels. Para "La inquietud de la señora Goebbels".


Magda: Un sueño. Yo camino por una calle de Berlín y tengo la sensación de que alguien me sigue. Me doy vuelta, la calle está vacía y sin embargo, puedo escuchar perfectamente los pasos de alguna persona que camina detrás de mí. Tengo puesto un vestido marrón, el sol me da en la cara y en el cuerpo, siento una satisfacción enorme. Pero no me olvido de la persona que me sigue.
De pronto, cuando llego a la esquina me encuentro con una multitud. Trato de avanzar como puedo entre la gente pero no me es fácil. Camino, entre muchos hombres que miran en la misma dirección. Escucho una voz inconfundible, que es la voz del Führer. Todos miran en dirección a él. Yo quiero que me vea y camino entre la gente cada vez más rápido para llegar cuanto antes al palco. El Führer no me ve, pero Josef sí. Me hace una seña mínima con la mano, una seña que sólo yo puedo ver y Josef lo sabe. Josef también sonríe mínimamente y sólo yo me puedo dar cuenta. El Führer lo nombra a Josef, todos los que están abajo lo aclaman, Josef vuelve a sonreírme, esta vez me muestra toda su sonrisa, me la dedica, yo sé que entre tantas personas solamente a mí me está sonriendo. Poco a poco me voy acercando al palco. Y siento que detrás de mí todavía está mi perseguidor, que también avanza entre la gente, aunque yo me dé vuelta y no pueda reconocerlo, él sigue ahí, separado tan sólo por unos metros. Llego por fin al palco, Josef se acerca al borde, me tiende una mano. Tomo la mano de Josef, que da uno o dos pasos para atrás y me ayuda a que yo trepe. El Führer sigue con su discurso y todos lo aclaman, una vez más. Cuando ya estoy en el palco, miro a la multitud, a todos los hombres y mujeres que están allí, de frente a nosotros con el brazo en alto. Trato de identificar entre tantas personas a mi perseguidor pero cuando creo que estoy a punto de encontrarlo se desvanece una vez más. Presiento que el Führer se distrae por unos segundos y que tiene la mirada puesta en mí. Entonces miro a un costado y lo veo a Hitler, que me sonríe. Yo le sonrío también y así quedamos mientras el tiempo se detiene. El Führer vuelve a su discurso, yo vuelvo a buscar a mi perseguidor. Entonces distingo entre esa marea de brazos en alto un par de anteojos redondos que me miran: ahora sí lo veo, es Víctor, que se mantiene impasible ante tanta euforia, que no se mueve, que casi no respira. Yo quiero poner la vista en otro lado pero no puedo, los ojos de Víctor, detrás de esos lentes redondos, me hipnotizan, no me permiten disfrutar de la fiesta del Partido, no puedo pensar en otra cosa, no puedo mirar sino en la dirección de esos lentes. Aunque Víctor no hace el menor movimiento yo siento que me está llamando. Niego con la cabeza, trato de resistirme a su llamado, a su mirada de lentes redondos. Para protegerme, me tomo del brazo de Josef, aunque nadie lo nota ya que hace frío y Josef está enfundado en un sobretodo que casi llega al suelo.

"La inquietud de la señora Goebbels" es una de las obras que conforman la Trilogía de "Las mujeres de los nazis", espectáculo estrenado en el teatro Patio de Actores en marzo de 2008. La puesta en escena de esta obra estuvo a cargo del propio autor. Otra de las obras, "La convicción de Irma Grese", fue dirigida por Clara Pando. Y la puesta de la tercera de las obras, "El dilema de Geli Raubal" estuvo a cargo de Laura Yusem.
Por la Trilogía de "Las mujeres de los nazis", Héctor Levy-Daniel fue galardonado con el Premio Florencio Sánchez al mejor autor del año 2008.


Aunque este monólogo sirvió para la construcción de uno de los personajes de la obra, no forma parte de la misma.

7 de noviembre de 2010

Marlon Brando. Conceptos sobre la actuación.


Querido Audrey:

... No puedo decirte el alivio que significa que hayamos encontrado un Stanley enviado por Dios en la persona de Brando. No se me había ocurrido antes el valor excelente que surgiría al poner a un actor muy joven en este papel. Humaniza el personaje de Stanley, en tanto que representa la brutalidad o la insensibilidad de la juventud más que los vicios de un hombre mayor. No quiero centrar la culpa o la responsabilidad especialmente en ninguno de los personajes, sino que sea una tragedia de la insensibilidad y la incapacidad de entender a los demás. De la lectura de Brando, que fue por lejos la mejor lectura que escuché jamás, surgió un nuevo valor. Parecía que había creado un personaje con dimensión propia, del tipo de los que la guerra ha creado entre los veteranos jóvenes. Es un valor que va mucho más allá de lo que podría haber aportado Garfield y, además de sus dotes de actor, posee una gran atracción y sensualidad física, por lo menos tanta como Burt Lancaster. Cuando Brando firme creo que tendremos un elenco realmente destacado de 4 estrellas, tan atractivo como el mejor y que merece todos los problemas por los que hemos pasado. Tenerlo a él en lugar de a una estrella de Hollywood creará una impresión sumamente favorable, pues le quitará el estigma de Hollywood que parecía unido a la producción. Por favor, usa tu influencia para oponerte a cualquier movimiento por parte de la oficina de Irene a fin de reconsiderar o demorar la firma del muchacho, en caso de que a ella no le guste. Espero que haya firmado antes de que ella llegue a Nueva York.


Carta de Tennessee Williams a su agemte Audrey Wood.




Es significativo que uno de los actores más emblemáticos del siglo veinte reconozca la afinidad entre sus métodos de actuación y los de Stanislavski, los cuales se conocieron en Estados Unidos a través del Group Theatre, sobre todo de figuras como Stella Adler y Lee Strasberg.
Stella Adler, actriz y docente de teatro que había nacido en Nueva York en 1901, trabajó como actriz tanto en el teatro idish como en Broadway, en gran cantidad de obras teatrales. En 1935 había viajado a París para estudiar por un corto período intensivo, con Stanislavski. Luego de que éste la entrenara en forma personal, retornó a su país poco tiempo después, con el propósito de enseñar su versión de la técnica, la cual consideraba había sido malinterpretada por Strasberg. En la segunda mitad del siglo entrenó a miles de actores, en cuyos trabajos se nota su decisiva influencia. De hecho, Marlon Brando se convierte en actor a partir del momento en que conoce a Stella Adler y en ningún momento deja de reconocer la importancia de la herencia dejada por su maestra. En su autobiografía señala que el estilo entero de actuación que hoy se ve en cine surgió de ella y este estilo ejerció un efecto extraordinario en la cultura de su tiempo. Por lo cual el público norteamericano, aunque sea incapaz de advertirlo está en deuda “con ella, con otros judíos y con el teatro ruso por la mayoría de los espectáculos que ve hoy” .
Desde su punto de vista, Adler aparecería como una difusora esencial de la cultura teatral rusa. Y para él, toda la cultura del espectáculo norteamericana, el estilo de actuación que impera en esa cultura, tiene su origen en el estilo de actuación que ella impuso. Brando recalca que las técnicas que trajo Adler a los Estados Unidos para enseñárselas a otros transformaron totalmente la técnica de actuación. Desde su punto de vista, fue Adler quien se la comunicó a los otros miembros del Group Theatre y luego a actores que, como el propio Brando, fueron sus alumnos. Dichas enseñanzas determinaron las formas de trabajar y el oficio de los actores norteamericanos. Y dado que el cine estadounidense domina el mercado mundial, terminaron por influir en los actores de todo el mundo. De lo que trata este texto es precisamente de considerar cómo estas enseñanzas prendieron en uno de los actores más extraordinarios del siglo XX.

El autoconocimiento como condición del actor

Brando afirma que Adler era capaz de comunicar su conocimiento, podía decirle al estudiante no sólo cuándo se equivocaba si no por qué. Pero sobre todo tenía el don de enseñarle a la gente cómo era, permitiéndole usar sus emociones y exteriorizar su sensibilidad oculta. Es decir, siguiendo los principios de Stanislavski, Adler retoma una idea fundamental: la de que el autoconocimiento es una condición sine qua non para el trabajo del actor. Brando no duda en contraponer la figura de Adler a la de Lee Strasberg, a quien no parece respetar demasiado, al punto que se resiste a utilizar el término “Método de actuación” ya que considera que fue un término popularizado, bastardeado y mal usado por aquél. En cambio, Adler no enseñaba a sus alumnos un método de actuación sino a descubrir la naturaleza de su propia mecánica emocional y por lo tanto, también la de los demás. Es decir, si el autoconocimiento es una condición del trabajo del actor, la base de su formación no puede ser sino un prolongado proceso que apunte en la misma dirección de comprender cómo funciona la propia emotividad y sensitividad. Pero al mismo tiempo esa comprensión se convierte en la base de una inferencia según la cual lo que uno logra conocer acerca de sí mismo se transforma en un capital imprescindible para acercarse a conocer la naturaleza de los otros, es decir, de los personajes que deben encarnarse. Brando afirma que Stella Adler fue la responsable de que la actuación cambiara completamente durante los años 50 y 60. Hasta entonces la mayoría de los actores eran lo que Brando denominaba “actores de personalidad”, como Sarah Bernarhdt, Katherine Cornell o Ruth Gordon. Estas viejas estrellas no eran capaces según él de actuar ni el menor gesto, pero en realidad tenían éxito por su personalidad distintiva. Considera a estas viejas estrellas “marcas predecibles de cereales para el desayuno” y en este grupo incluye también a Gary Cooper y Clark Gable, Humphrey Bogart, Claudette Colbert, Loretta Young, los cuales eran en realidad
“productos de venta masiva que uno esperaba que siempre fueran iguales, actores y actrices con personalidades atractivas y seductoras que hacían todas las veces de sí mismos, más o menos en el mismo papel” . Y para burlarse de ellos cita una frase de Bernard Shaw, para quien “Un actor de carácter es aquel que no puede actuar y en consecuencia hace un elaborado estudio de trucos escénicos y disfraces por los cuales la actuación puede simularse de forma grotesca” . Este tipo de actor, según Brando, cree que dejándose la barba, usando un vestuario típico y un báculo puede convertirse en Moisés. Pero en realidad nunca deja de ser él mismo jugando una y otra vez el mismo papel. Este actor, actúa de forma exterior en lugar de hacerlo desde adentro. Para indicar tormento o confusión, no vacila en poner las manos en la frente y en suspirar con fuerza. En otras palabras, el actor de “personalidad”, realiza aquellos gestos que ya están codificados de un modo tan intenso que el espectador entiende inmediatamente su significado. El uso de clichés es incompatible con la vivencia necesaria para el trabajo del actor. Por lo tanto es también incompatible con la experimentación de una emoción verdadera que el actor debe realizar. En contraposición a estos actores de “personalidad”, Brando reivindica a Eleonora Duse (en Cenere, un film de 1916 en el que según él realiza “una actuación sutil, simple, sin artificios teatrales y enormemente eficaz”), a Paul Muni y a James Cagney. Los tres son, según Brando excepciones al estilo de actuación exterior y convencional propio de su tiempo. De Cagney reivindica justamente el hecho de que aunque nunca asistiera a una escuela de actuación intentaba captar, a diferencia de los actores de su generación, los aspectos sutiles de sus personajes. Cagney creía que era el personaje que encarnaba y lograba que el público lo creyera también. Como veremos, la cuestión de la creencia en el trabajo actoral es para Brando fundamental, en tanto impide que el actor caiga en una actuación exterior.

La curiosidad y capacidad de imitar como condiciones del actor
Para Brando, una de las condiciones básicas para ser actor es la curiosidad. Y cuenta que en cierta ocasión Adler le dijo a un periodista que pensaba que uno de los capitales que el propio Brando tenía era su “alto grado de curiosidad acerca de la gente” .
El mismo reconoce que siempre ha tenido

“una insaciable curiosidad acerca de las personas: lo que sienten, lo que piensan, qué los motiva, y siempre me he tomado el trabajo de averiguar si puedo saberlo” .

Y la curiosidad no se limita a interrogarse por las conductas de las demás personas sino también por la propia:

“Las motivaciones humanas me absorben completamente. ¿Por qué nos comportamos como lo hacemos?"

En este sentido, la curiosidad es una especie de don que no todos reciben y que es indispensable para el trabajo del actor, quien debe indagar en el corazón de las conductas humanas. Esa, afirma Brando, es la preocupación de toda su vida. Cuenta que solía pasarse horas en las cafeterías de Washington Square, en Nueva York, observando a la gente:

“Solía sentarme en la cabina de teléfono de la tienda Optima Cigar de Broadway y la calle 42 mirando a través del vidrio a las personas que pasaban. Las veía durante unos dos o tres segundos antes de que desaparecieran; si estaban cerca de la cabina, inclusive podían desaparecer en un segundo. En ese parpadeo de tiempo, estudiaba sus rostros, la forma en que llevaban la cabeza, cómo balanceaban los brazos. Intentaba captar quiénes eran: su historia, su empleo, si eran casados, tenían problemas o estaban enamorados. El rostro es un instrumento extraordinariamente sutil; creo que tiene ciento cincuenta y cinco músculos. La interacción de dichos músculos puede esconder muchas cosas y la gente siempre está ocultando emociones.”

Brando señala que ha tratado de sondear en la gente su potencial para el amor, el odio, la rabia, el interés en sí mismos, su capacidad de sentir placer ante las cosas de la vida que querían, con el fin de descubrir cómo estaban constituidos los otros y cuáles eran sus límites. Pero de la misma manera ha conducido su propia curiosidad hacia su propio potencial y sus propias barreras, y para ello se ha sometido a numerosas pruebas para determinar cuánto podía conocer acerca de ese potencial y esos límites:

“cuán honesto podía ser, cuán falso, cuán materialista o mundano en otro sentido, cuán temeroso, en qué medida podía arriesgarme y qué me aterrorizaba más”

Es decir, la curiosidad acerca del comportamiento de los demás termina por conducir a la investigación, no sólo sobre estos comportamientos sino acerca de la conducta de uno mismo. El conocimiento que se obtiene acerca de los demás lleva a interrogarse acerca de las propias emociones, lo cual inevitablemente requiere de la observación sobre la propia conducta.
Ahora bien, la observación y la investigación acerca de la conducta de los demás, la curiosidad acerca de los mecanismos de las propias emociones no parecen ser suficientes para convertirse en actor. Difícilmente se puede llegar a serlo si no se cuenta con la capacidad de imitar. Brando considera que la raíz del trabajo del actor reside en la necesidad de buscar una identidad nueva. Para especificar más esta idea, Brando recorre su propia historia de vida y observa que tal vez su inseguridad emocional infantil, originada en una cantidad de frustraciones pudo haberlo ayudado como actor, al menos en pequeña medida. Quizá esa misma inseguridad le proporcionó una cierta intensidad a la que podía recurrir y que la mayoría de la gente no tiene. Y considera la posibilidad de que esas vivencias le dieran la capacidad de imitar, pues al percibir que era un niño no querido, o al menos no del todo bienvenido, al percibir que la propia esencia parecía resultar inaceptable para los demás, terminó buscando una identidad que sí resultara aceptable. Es decir, expone una teoría entera acerca del origen del trabajo del actor, o en otras palabras, una teoría acerca de las razones por las cuales un hombre o una mujer deciden elegir el camino del actor: la búsqueda de una identidad nueva, que reemplace a la que ya se posee y que sí resulte aceptable. Más allá de lo más o menos interesante que resulta la idea de Brando sobre el origen de la actuación, puede admitirse que el planteo del tema resulta apasionante: es decir de dónde viene el impulso actoral, qué hace que algunos lo tengan y otros no.
Brando sostiene que uno de los beneficios de actuar es que les permite a los actores la posibilidad de expresar emociones que normalmente no son capaces de exteriorizar en la vida real. Como vimos, a lo largo de su vida previa a convertirse en actor tuvo oportunidad de observar, gracias a su invencible curiosidad, a un número incontable de personas para descubrir la forma en que hablan, sus puntos de vista, sus modos de ver el mundo. Pero cuando se convirtió en actor ya guardaba dentro de sí una amplia variedad de interpretaciones a fin de producir reacciones en los demás. Y ese tesoro con esa variedad de interpretaciones le sirvió tanto como su intensidad.

Condiciones para el actor: capacidad para revivir emociones.
Brando asume que el material con que el actor debe trabajar son sus propias emociones. Y el modo en que el actor accede a las mismas no es otro que el de recuperar experiencias ya vividas y actualizarlas en el momento en que el actor trabaja una escena, lo cual conduce a transitar aquellas emociones que las experiencias produjeron. La introspección forma parte del trabajo del actor y en este sentido, el actor no actúa, no “representa” vivencias sino que las atraviesa por medio de procedimientos para los que se ha entrenado y que esencialmente tienen como base su memoria de experiencias pretéritas. De este modo, la actuación no es una representación exterior sino un recorrido interior. Una actuación no sustentada en la vivencia es una actuación vacía de contenido, es decir, una mala actuación. Por el contrario, actuar significa recuperar vivencias que produzcan aquellas emociones que son necesarias para un determinado momento que el personaje atraviesa en un segmento dado de la narración. Actuar es vivenciar y vivenciar implica acudir a las experiencias propias del actor, a su experiencia en general. Un actor privado de experiencia es un contrasentido, ya que implicaría la idea de un actor vacío, lo cual se presenta como imposible. Desarrollar una caracterización no es simplemente un asunto de ponerse maquillaje y vestuario y meterse Kleenex en la boca. Brando sostiene que lo que la gente considera “interpretar” bien un personaje es en realidad una noción de aficionados:

“Al actuar, todo viene de lo que uno es o de algún aspecto de quién es uno. Todo es parte de la propia experiencia. Todos tenemos un espectro de emociones en nosotros. Es muy amplio y es tarea del actor elegir de ese surtido de emociones y experiencias aquellas que son adecuadas para su personaje y para el argumento. A través de la práctica y la experiencia, aprendí cómo ponerme en diferentes estados de ánimo y de actitud mental pensando en cosas que me hacían reír, enojarme, entristecerme o indignarme; desarrollé una técnica mental que me permitía abordar ciertas partes de mí mismo, seleccionar una emoción y enviar algo similar a un impulso eléctrico desde mi cerebro a mi cuerpo que me permitía experimentar la emoción. Si debía sentirme preocupado, pensaba en algo que me preocupaba; si se suponía que riera, pensaba en algo jocoso".

Según Brando, uno experimenta la emoción que quiere comunicar:

“Ahí es cuando uno se remite al espectro de emociones y envía una señal del cerebro para experimentar cada una de ellas”.


Brando da por supuesto que las emociones son el material del actor. El proceso de su formación consiste en desarrollar un sentido bastante fuerte de dónde están los propios sentimientos y el modo de acceder a ellos. De tal manera, se perfecciona la capacidad de enviar un impulso del cerebro hasta el cuerpo que permite experimentar diferente tipo de emociones. Y si estas constituyen la materia fundamental con que cuenta el actor, entonces el buen director es aquel que se atreve a manipular esa materia y lo hace con pericia. El director es entonces el manipulador. En ese sentido, para Brando, Elia Kazan fue por lejos el mejor de los directores cinematográficos con los que le tocó actuar. Kazan sabía cuándo intervenir después de unas pocas tomas y decir algo que provocara una fuerte emoción en uno; y la mayoría de las veces obtenía lo que buscaba. Kazan tenía un talento extraordinario para manipular los sentimientos de los actores. Acompañaba todo el proceso del actor y, a través de ese mismo proceso, lograba una actuación cada vez mejor. A diferencia de muchos directores que no quieren que el actor improvise, Kazan los alentaba a improvisar.
Brando afirma que el aspecto más cansador de la actuación es encender y apagar las propias emociones. No es como apretar el interruptor de la luz y decir; “Ahora voy a enojarme y a ponerme a patear paredes” y después volver a ser uno mismo.
Si uno debe realizar una escena intensa que implica tristeza o rabia, a veces deberá circular por el mismo territorio emocional durante horas y esto puede resultar sumamente agotador. Algunos directores no lo entienden, porque nunca fueron actores o, en caso de serlo, fueron malos. Si las vivencias y las emociones son el material del actor, entonces el trabajo actoral intenso y repetido necesariamente conduce a un desgaste emocional aplastante. Como veremos, Brando intentará desmitificar la labor actoral afirmando que consideraba el trabajo del actor como algo secundario. Sin embargo, paradójicamente admite al mismo tiempo que el trabajo implica un desgaste emocional. Con respecto a Un tranvía llamado deseo refiere que lo que más recuerda fue “el desgaste emocional de representarlo seis noches y dos tardes por semana”. Y cuenta lo extenuante que era

“subirse al escenario a las ocho y media todas las noches para gritar, aullar, llorar, romper platos, patear los muebles, darle trompadas a las paredes y experimentar las mismas emociones intensas y desgarradoras una noche tras otra. Era agotador”.


Y con respecto a Ultimo tango en Paris cuenta le exigió una lucha emocional a brazo partido consigo mismo, y cuando terminó decidió que

“nunca más iba a volver a destruirme emocionalmente para hacer un filme. Sentía que había violentado mi yo más profundo y no quería sufrir así nunca más. Como lo señalé antes, cuando he interpretado papeles que me exigían sufrir, tenía que experimentar el sufrimiento. No puedes aparentarlo. Tienes que encontrar algo en ti mismo que te haga sentir dolor y tienes que mantenerte en ese estado de ánimo todo el día, ahorrando lo mejor para el primer plano y sin soltarlo en el plano general, el plano americano o siquiera en el plano por encima del hombro. Tienes que forzarte a llegar a ese estado, permanecer en él, repetirlo toma tras toma, para que luego te digan, una hora después, que tienes que sacarlo todo de vuelta porque el director se olvidó de algo”.


Espontaneidad

El gran objetivo del trabajo actoral consiste según Brando en lograr la ilusión de espontaneidad y verdad. Para esto se requiere demostrar que se están buscando las palabras y que se trata de enfatizar lo menos posibles las emociones.
El rostro de un actor debe demostrar que está buscando las palabras, exactamente como ocurre en la vida real. En la vida común, las personas pocas veces saben lo que van a decir cuando abren la boca y comienzan a expresar un pensamiento. Aún están pensando y el hecho de que se busquen las palabras para expresarse se ve en su rostro. Se detienen un instante para encontrar la expresión correcta, luego piensan cómo componer la frase y por último la dicen. A menudo el actor elige interpretar un momento del drama de forma menos enfática que la necesaria. En esos casos, si muestra una reacción insignificante o ninguna en absoluto, esto alentará al público a imaginar lo que está sintiendo. Muchas veces los actores son geniales en esa forma de actuar sin énfasis. Sin embargo, otros actores, por el contrario, se meten de cabeza en la sobreactuación más extrema de su papel, al tratar de expresar una emoción mayor que la que realmente sienten. Y precisamente esto es lo que el actor debe evitar a cualquier precio: siempre debe mostrar menos de lo que siente. Al respecto, cita al gran actor judío Jacob P. Adler, padre de Stella, quien le aconsejaba a su compañía de actores:

‘Si entran en el teatro y sienten un ciento por ciento, muéstrenle al público el setenta por ciento. Si sienten el sesenta por ciento, muéstrenle el cuarenta por ciento, pero si entran y sólo sienten el cuarenta por ciento, pidan que suba a escena su reemplazante”.


Brando afirma que hasta que apareció Stella Adler, pocos actores asumían que la espontaneidad era un objetivo fundamental para lograr la calidad del trabajo actoral. Recitaban parlamentos que les entregaban los escritores y seguían el estilo propio de una escuela de elocución. Debían ser entendidos de inmediato por el público y si esto no sucedía eran duramente criticados. Y el público a su vez estaba condicionado para esperar que los actores hablaran de manera que pocas veces se oía fuera del teatro. A partir de las enseñanzas de Stella Adler, se espera que los actores hablen, piensen y busquen mentalmente las palabras para dar la impresión de que están viviendo de verdad ese momento. Desde entonces, la mayoría de los actores de Estados Unidos se esfuerza por lograr ese efecto. Cuando el actor sabe lo que va a decir, el público siente inmediatamente detrás de esas palabras la presencia del escritor. Brando señala:

“Si uno no ha memorizado las palabras, no sólo no sabe lo que dirá sino que no ha ensayado cómo tiene que decirlas o cómo mover el cuerpo o la cabeza cuando lo hace, mientras que cuando uno ve los parlamentos, la mente se hace cargo y responde como si estuviera expresando un pensamiento por primera vez, de manera que los gestos son espontáneos”.

Brando repite que en general los actores no se dan cuenta de cuán profundamente afectó la técnica de actuación el hecho de que Stella Adler estudiara con Stanislavski. Considera que esta escuela de actuación le sirvió muchísimo al teatro y al cine norteamericanos. Ahora bien, al mismo tiempo no deja de reconocer que esta escuela era restrictiva. El teatro estadounidense nunca pudo representar de forma satisfactoria el teatro de Shakespeare o cualquier otro tipo de drama clásico. Brando afirma que los actores norteamericanos carecen del estilo, la atención al lenguaje o la disposición cultural que fomenta la tradición de representar a Shakespeare o cualquier otro dramaturgo clásico. Con referencia explícita a Shakespeare, Brando señala que no se puede mascullar un texto suyo. Tampoco se puede improvisar y por lo tanto hay que adherir estrictamente al texto. En ese sentido, considera que el teatro inglés posee un sentimiento del lenguaje que lo norteamericanos no reconocen y una capacidad de entender a Shakespeare de la que los norteamericanos carecen. Mientras que en Estados Unidos la lengua ha evolucionado hasta convertirse casi en una jerga, en Inglaterra ha habido efectivamente un estilo de actuación clásica. Sin embargo, critica la declamación inglesa (en la que “se escupe para todos lados”) por ignorar las instrucciones que Shakespeare puso en boca de Hamlet cuando dio el discurso a los actores . Brando considera que la evolución del teatro inglés llega a su plena madurez en la versión de Enrique V, de Kenneth Branagh, quien interpreta a Shakespeare de la forma más refinada. No sólo no ofende el lenguaje sino que muestra reverencia por él y sigue de forma precisa las instrucciones de Shakespeare. Brando afirma que en los Estados Unidos, ningún actor es capaz de acercarse a tal refinamiento ni tiene la menor inclinación por eso.


El actor como hombre con poder de sugestión: el actor como narrador.
Brando considera que hay teatro en todo lo que vemos y hacemos durante el día. Todo el mundo actúa para conseguir uno u otro objetivo. En ese sentido, la actuación es un invento social necesario:

“lo usamos para proteger nuestros intereses y para sacar ventaja en todos los aspectos de nuestra vida, y es instintivo, una habilidad presente en todos nosotros”.


Sin embargo, la diferencia es que la mayoría de la gente actúa en forma inconsciente y automática, mientras que los actores de teatro y cine lo hacen para contar una historia. En ese sentido, actuar equivale a narrar, que es el verdadero objetivo del actor. Ahora bien, una de las características básicas de la psique humana es que se deja conducir fácilmente por la sugestión. Nuestra susceptibilidad a ella es fenomenal y la tarea del actor en tanto narrador consiste en manipular su capacidad de sugestión. Es decir, en la medida en que el actor se sugestiona a sí mismo se habilita al mismo tiempo para sugestionar a los demás. Contar historias es una parte básica de toda cultura humana –la gente siempre ha necesitado participar emocionalmente en los cuentos- y de este modo el actor ha jugado un papel importante en todas las sociedades. Sin embargo, nunca debemos olvidar que el público es el que en realidad hace el trabajo y constituye una parte fundamental de todo el proceso. Todo acontecimiento teatral, desde los que se desarrollaban en las cavernas de la Edad de Piedra, hasta los teatros de títeres y las piezas de Broadway, puede producir una participación emocional del público. Y es esta participación emocional la que favorece a los actores del drama. Por esta razón, a menudo se les atribuyen a muchos actores grandes interpretaciones que en realidad no eran extraordinarias. Simplemente el público se conecta emocionalmente con los actores porque la historia está bien escrita y porque se identifica con la situación con que se enfrenta un personaje. Brando sostiene que si no se tiene una historia bien escrita, el intérprete debe inventar el personaje para tornarlo creíble. Pero cuando un actor cuenta con una buena pieza como por ejemplo Un tranvía llamado deseo no tiene que hacer demasiado. Su tarea consiste en dar un paso al costado y dejar que el papel se interprete a sí mismo. Brando llama a este tipo de historias “historias a prueba de actores”. En este tipo de piezas muy bien contadas, el público pone por sí mismo gran parte de la actuación. A la inversa, un actor nunca puede arreglárselas con la actuación cuando la pieza es mala; no importa lo bien que actúe, si no tiene un drama verdadero entre las manos, puede dar lo mejor de sí cada noche y no funcionará:

“Podría tener a los doce discípulos en el elenco y a Jesucristo como primer actor y a pesar de todo obtener malas críticas si la pieza está mal escrita. Un actor puede ayudar a una pieza, pero no puede hacerla un éxito. En Un tranvía llamado deseo teníamos una de las mejores piezas que se hayan puesto jamás en escena, y no podíamos fallar”.


Para Brando actuar es el menos misterioso de los oficios ya que constituye una actitud natural, propia del ser humano. Permanentemente Brando intenta desmitificar el trabajo del actor y la fama que en su caso esa actividad trajo aparejada. A menudo enfatiza el hecho de que difícilmente pueda considerarse artístico el trabajo actoral ya que en general el actor forma parte de una maquinaria industrial y comercial por lo que difícilmente tiene la autonomía necesaria para que su trabajo sea contemplado como arte. Y, por otra parte, para él la actuación jamás fue otra cosa que un medio para mantenerse. Remarca que nunca sintió pasión por la actuación, salvo por el hecho de que le permitía solventar sus necesidades económicas. El trabajo de actor significó para él ya desde sus inicios un modo de ganarse la vida:

“No tenía nada mejor que hacer, la actuación no me ponía los pelos de punta y después de un tiempo podía hacerlo sin esforzarme demasiado; luego, cuando pude disfrutarla menos, seguía siendo la mejor manera que conocía de ganar un montón de dinero en poco tiempo. Para mí, actuar siempre ha sido sólo un medio para un fin, una fuente de dinero por el cual no tenía que trabajar muy duramente”.


Brando confiesa que ha estado siempre mucho más interesado en otros aspectos de la vida y actuar nunca ha sido una tarea que lo absorbiera verdaderamente. Sin embargo, a pesar de este relativo desinterés, logró ser uno de los actores más famosos de todos los tiempos. Pero Brando se refiere a la fama con las mismas palabras despectivas:

“Un montón de gente que carece de ella desea la fama y le resulta imposible imaginarse que a otros no les interese ser famosos; no pueden imaginarse a nadie volviéndole la espalda a la fama y todas sus ventajas. Pero la fama ha sido el veneno de mi vida y con alegría habría renunciado a ella. Una vez que fui famoso, nunca pude volver a ser Bud Brando de Libertyville, Illinois”.


Reflexiona sobre las razones que hacen que a un actor lo desprecien o lo amen sin condiciones. Brando afirma que en torno a cada actor famoso se genera una suerte de motivos míticos que “viven para siempre como zombies que lo atacan a uno desde la tumba o los archivos de la morgue periodística”. En ese sentido narra que a lo largo de su vida se ha encontrado con gente que lo identificaba con Stanley Kowalski y por lo tanto lo consideraba un tipo duro, insensible y grosero. Brando relata que ya desde el estreno de Un tranvía llamado deseo, unos cuantos críticos sugirieron que al retratar a Kowalski, en realidad se interpretaba a sí mismo. Pero Brando afirma que precisamente él era la antítesis de Kowalski. Mientras que éste era un bruto, un hombre con instintos e intuición animales, él era persona sensible por naturaleza.Y acá Brando toca un tema importante: de cómo el público termina por identificar al actor con el personaje que interpreta. Esa identificación tiene carácter de irreversible, en el sentido de que una vez producida ya será prácticamente imposible separar al actor de su personaje. Esto conduce a que el mercado encapsule a un actor en determinado tipo de personaje y esto lo obligará a resignar una cantidad de registros expresivos a favor de lo que el público, y por lo tanto el mercado, esperan de él. Quizá por esta razón Brando se niega a que lo consideren una estrella cinematográfica. Y se considera a sí mismo como alguien que pertenece a una raza diferente de la de los demás actores. Esto no significa una condena sino que simplemente no quiere que se lo incluya en la categoría de “estrella”, tal vez precisamente porque a lo largo de su vida intentó liberarse en cada uno de sus papeles de cualquier clase de encasillamiento.

Héctor Levy-Daniel



BIBLIOGRAFÍA

Brando Marlon. y Lindsey Robert, 1994, “Brando. Canciones que mi madre me enseñó”, Buenos Aires, Atlántida.
Gardey, Mariana, 2009, “Stella Adler, el actor, aristócrata y guerrero”, en Historia del Actor, Jorge Dubatti, coord., Buenos Aires, Colihue, pp. 285-306.




Este texto forma parte del libro El teatro y el actor a través de los siglos, compilado por Jorge Dubatti, editado por Colihue.

5 de noviembre de 2010

Las líneas de la mano. Julio Cortázar


De una carta tirada sobre la mesa sale una línea que corre por la plancha de pino y baja por una pata. Basta mirar bien para descubrir que la línea continúa por el piso de parqué, remonta el muro, entra en una lámina que reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de una mujer reclinada en un diván y por fin escapa de la habitación por el techo y desciende en la cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es difícil seguirla a causa del tránsito, pero con atención se la verá subir por la rueda del autobús estacionado en la esquina y que lleva al puerto. Allí baja por la media de nilón cristal de la pasajera más rubia, entra en el territorio hostil de las aduanas, rampa y repta y zigzaguea hasta el muelle mayor y allí (pero es difícil verla, sólo las ratas la siguen para trepar a bordo) sube al barco de turbinas sonoras, corre por las planchas de la cubierta de primera clase, salva con dificultad la escotilla mayor y en una cabina, donde un hombre triste bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la costura del pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hasta el codo y con un último esfuerzo se guarece en la palma de la mano derecha, que en este instante empieza a cerrarse sobra la culata de una pistola.

Julio Cortázar, “Historias de cronopios y de famas”, 1962

25 de octubre de 2010

El enemigo generoso, de Jorge Luis Borges



Magnus Barfod, en el año 1102, emprendió la conquista general de los reinos de Irlanda; se dice que la víspera de su muerte recibió este saludo de Muirchertach, rey de Dublin:

Que en tus ejércitos militen el oro y la tempestad, Magnus Barfod.
Que mañana, en los campos de mi reino, sea feliz tu batalla.
Que tus manos de rey tejan terribles la tela de la espada.
Que sean alimento del cisne rojo los que se oponen a tu espada.
Que te sacien de gloria tus muchos dioses, que te sacien de sangre.
Que seas victorioso en la aurora, rey que pisas a Irlanda.
Que de tus muchos días ninguno brille como el día de mañana.
Porque ese día será el último. Te lo juro, rey Magnus.
Porque antes que se borre su luz, te venceré y te borraré, Magnus Barfod.

11 de octubre de 2010

La imagen de hoy: "Joven escribiendo una carta", de Vermeer

El relato del Mariscal. Capítulo 4

Se enteró esa misma noche. Pero yo no estaba presente en el momento en que la tía Elisa se lo contó. Después de que me creyeron dormido me planté detrás de la puerta de la habitación de mamá. Podía oír las risas de las dos, pero sobre todo la de mamá. Sólo dejaba de reír para insultar levemente a la tía Elisa o para regañarla. Cuando estuve con el oído pegado a la puerta pude enterarme de que en realidad no le reprochaba la escena de esa tarde. Mamá me compadecía y deseaba haberme visto la cara. Yo no comprendía no se enojase con la tía Elisa, suponía que otras madres en casos semejantes habrían reaccionado de modo muy diferente. Pero mamá todo lo tomaba con ese aire despreocupado y contento, no creía que alguna experiencia que me fuera grata pudiera ser nociva. Y evidentemente estaba convencida de que esa vivencia me había resultado deliciosa. A mí el diálogo me llenó de gozo ya que presentí de inmediato que mi tía volvería a probar el juego y yo podría entregarme a contemplar su desnudez sin tener que preocuparme por nada. Cada vez estaba más contento de que papá estuviese muerto.
A la mañana siguiente la tía Elisa había borrado su expresión socarrona. Mamá no dejó de dirigirme gestos dulces y caricias prolongadas y solo se detuvo para servirme mi desayuno. Yo comía mis tostadas y tomaba el café, varias veces alcancé a detectar entre ellas una instantánea mirada de complicidad. Mamá me anunció que esa tarde me llevaría al cine. Mientras mamá me relataba el programa doble, la tía Elisa le preguntó a mi madre si podía ir con nosotros. Mi madre a su vez me preguntó a mí si yo quería que la tía nos acompañe. Yo miré a los ojos a mi tía y asentí. Después de unos instantes, como para enfatizar mi afirmación, le dije que quería que viniera. La tía Elisa rió a carcajadas, me prometió amor eterno, se abalanzó sobre mí y me llenó la cara de besos. Comenzábamos a funcionar como un trío. Esa tarde fuimos al cine, después tomamos el té y volvimos a casa a eso de las ocho. Mi madre y la tía Elisa se comportaron como una madre y una tía de esas que uno puede encontrar en cualquier barrio de cualquier ciudad.
Dos días después mi madre anunció que esa tarde iría a hacer las compras. Invitó a la tía Elisa, quien después de pensar bastante decidió no acompañarla. Mi madre me dedicó una ojeada rápida y casi al mismo tiempo la miró con severidad. Pero luego dejó escapar una sonrisa. Mi pulso se aceleró. Quizás la tía Elisa se quedaba con un propósito muy concreto y mamá lo sabía. Era posible que se repitiera la misma escena de tres días atrás. Mi madre insistió para que Elisa la acompañara pero fue inútil. La tía llegó a la conclusión de que estaba cansada y no tenía ningún interés en sofocarse en la calle una tarde de febrero.
Después de comer yo entré en el consultorio de mi padre y comencé a revisar todos los cajones y armarios. Jamás me habría animado a pedirle a mi padre que me dejara jugar con aquellos objetos que él ya no usaba porque estaban viejos o rotos. Y mi padre jamás me los habría ofrecido. Era la primera vez que entraba en el consultorio en mucho tiempo -fueron contadas las veces que entré mientras mi padre vivía- y no iba a dejar de llevarme nada que me interesara, fuera nuevo o viejo. Así, en uno de los armarios encontré una cantidad descomunal de muestras médicas que se elevaban en desorden hasta la altura de mi cabeza. Apenas abrí la puerta del armario gran cantidad de sobres se me vinieron encima y terminaron en el suelo. No me preocupé de ordenarlos sino que ocupé de forzar la otra puerta para descubrir lo que había detrás. Allí depositados en orden encontré jeringas, instrumentos quirúrgicos, bisturíes, jeringas, estetoscopios, manómetros, sobres con radiografías viejas, tubos de ensayo, retortas, pipetas, mecheros de Bunsen y algunos otros objetos. Pero esa zona del armario contaba con un doble fondo mal disimulado por una tabla cubierta de hule. Esta tabla tenía sobre uno de los bordes una muesca en la que uno podía introducir un dedo para levantarla. Y eso fue lo que hice. Las bisagras que la sostenían produjeron un chirrido desagradable. Aparentemente había pasado mucho tiempo sin que nadie la moviera. Un potente olor a amoníaco me obligó a dar unos pasos atrás. Ligeramente mareado me acerqué de nuevo y metí la mano. Saqué cuatro instrumentos de formas muy singulares. Nunca pude comprender cómo lograba mi padre utilizar esos hierros retorcidos para examinar el interior de sus pacientes mujeres. El aspecto de los instrumentos que él mismo fabricaba era sencillamente aterrador. Mi padre no sólo tenía en la casa un consultorio. También había logrado construir en la terraza un pequeño laboratorio. Allí desarrollaba experimentos personales con animales diversos y con determinadas sustancias orgánicas que sus compañeros profesores de la facultad le proveían periódicamente. Como buen investigador consignaba los resultados de sus ensayos en diversos cuadernos forrados de terciopelo gris que numeraba a partir de la primera página. Jamás sus colegas mostraron demasiado interés por esos escritos, que mi madre donó a la facultad de medicina. Y no sólo realizaba experimentos. También diseñaba sus propios instrumentos y con ayuda de un técnico los fabricaba en un taller que quedaba a unas cuadras de casa.
Sin embargo, lo que más me impactó entre todo lo que descubrí en ese armario fue un hueso humano, un fémur que según mamá había pertenecido al cuerpo de una mujer, treinta o cuarenta años atrás. No supo decirme por qué mi padre había conservado ese hueso durante tanto tiempo ni qué uso pensaba darle. A medida que examinaba los instrumentos los iba depositando sobre una mesada de mármol que las pacientes utilizaban para colocar sus pertenencias. La mesada estaba al lado de la camilla justo frente a la puerta por la que yo espiaba. Y por esa razón yo estaba de espaldas ocupado en clasificar los objetos cuando entró la tía Elisa. Me saludó diciéndome “buenas tardes, doctor”. Giré la cabeza y me encontré con su sonrisa burlona y voluptuosa. Sólo atiné a emitir el sonido de una risotada torpe y breve. Me daba cuenta de que el juego se iba a realizar de nuevo y probablemente íbamos a llegar más lejos. Atenta al curso de los pensamientos que se dibujaban en mi rostro ella comenzó a detallarme los síntomas imaginarios de una enfermedad no demasiado grave. Me contaba de sus dolores en el vientre y de un malestar que le comenzaba en las piernas y culminaba en el pecho. Yo recuerdo todo esto pero en ese momento no podía comprender ninguna de las intenciones que sus palabras ocultaban. Me preguntó si la iba a revisar y como yo no hablaba me suplicó que le examine el abdomen. Comenzó a desvestirse. Como en esta ocasión yo estaba mucho más asustado que la vez anterior tuve que contener un impulso de escaparme. La tía lo adivinó en mi mirada porque después de observarme interrumpió su tarea para correrse hasta la puerta y cerrarla. Entonces supe que la apuesta sería mucho más fuerte esta vez, mi respiración se hizo mucho más difícil, mi pulso alcanzó el ritmo de una locomotora y mi frente se cubrió de transpiración. Una ola nauseosa ascendía desde mi estómago hasta mi garganta. Elisa me debió notar muy pálido porque suspendió su representación. Se acercó, recorrió mi cuerpito con sus manos, me cubrió la cara de besos y recomenzó su juego apenas los colores me volvían y mi respiración se hacía menos traumática. Con gran destreza se quitó la blusa y la pollera. Luego se recostó sobre la camilla con los zapatos puestos. Todavía le quedaba por sacarse la bombacha y el corpiño que hacían juego, pues los dos eran negros y estaban bordados con los mismos dibujos. Comenzó a quejarse de un leve dolor en el abdomen, tomó mi mano y recorrió con ella toda la extensión de su vientre firme y vigoroso. Ahora que había dominado mi malestar, yo podía fascinarme con el contacto. Aunque muchas veces había tenido la fantasía de un acercamiento semejante nunca pensé que me produciría semejante placer. La tía Elisa percibía mi excitación, sin embargo no se daba ninguna prisa. Mantenía mi mano en su lugar pero ya no fingía ser mi paciente. Apliqué masajes al vientre de mi tía durante unos diez minutos. Ella dibujaba en su rostro una expresión de placer que a mí me resultó inolvidable. Con la mayor naturalidad se quitó el corpiño y cuando advirtió que mis manos se resistían a subir donde me acababa de insinuar, ella misma las tomó y las puso sobre sus tetas. Me pidió que la tocara despacio, que las mirara bien. Yo podía observar ahora con mucha más tranquilidad que la vez anterior pues ahora me sentía el dueño de la situación al tener sus senos en mis manos. La punta de sus pezones estaban mucho más erguidas que en el último juego. Permanecimos en esta situación durante mucho tiempo. Yo me lamentaba de que en algún momento el juego se fuera a cortar y me consolaba con la idea de que mamá no vendría hasta la noche y además todavía faltaba que la tía se quitara la bombacha. Pero esa vez no se la quitó y obviamente yo no se lo recordé. Cuando mi excitación alcanzó dimensiones de intenso dolor, mi tía decidió cortar el juego con un “bueno, doctor, se lo agradezco , ahora que me revisó me siento mucho mejor”. Y rápidamente se colocó el corpiño, la blusa y la pollera. Salió del consultorio antes de que yo pudiera darme cuenta de que el juego había terminado. Quedé nuevamente solo frente a la mesada de mármol. Miraba sin ver los instrumentos quirúrgicos de mi padre mientras me preguntaba si el juego volvería a repetirse. Aunque pueda parecer extraño, desée no verla nunca más.

11 de agosto de 2010

Los amantes, por Ricardo Piglia.


"Los amantes jamás se encontraban; se dejaban ver detrás de los cristales, se enviaban retratos y fotografías y sólo mantenían relaciones epistolares. Cartas sentimentales, pornográficas, exasperadamente informativas, cartas falsas que reconstruían vidas inexistentes, cartas de una sinceridad suicida, eran intercambiadas en silencio por esos hombres y mujeres solitarios y ardientes".

Ricardo Piglia. Prisión Perpetua.

La imagen de hoy: "Autorretrato", de Schiele.

4 de agosto de 2010

El relato del Mariscal. Capítulo 3

Mamá lo odiaba y supongo que fue ella la que lo mató con algún veneno o alguna de las sustancias que mi propio padre le había enseñado en el laboratorio. Nunca pude saber si la tía Elisa había participado en el crimen o si mamá se lo había confesado cuando el cuerpo de mi padre ya estaba frío. Quizás ya conocía las intenciones de mamá y la había alentado o simplemente había mantenido un silencio permisivo.
Una mañana la policía se presentó en mi casa sin que yo alcanzara a comprender la razón pues todavía ignoraba que mi padre estaba muerto. Dos agentes con panzas voluminosas y cabezas desproporcionadas permanecieron encerrados con mamá y le dispararon infinitas preguntas que ella logró contestar sin perder la calma. No dejó que ninguna de las pistas se encaminaran por otro rumbo que no fuera la idea de un suicidio. Sin decirlo expresamente, mientras tocaba varios temas a la vez, afirmó que mi padre sufría de ataques de depresión de los que difícilmente alguien podía rescatarlo. Dejó deslizar como con vergüenza que mi padre un mes atrás había permanecido tres días encerrado en su escritorio. Luego Lucía corroboró este hecho: ella le había servido la comida durante esos tres días y la había retirado sin que el patrón se hubiese dignado tocarla. También interrogaron a la tía Elisa y ésta se condujo con la naturalidad que uno esperaba de ella en estos casos. No era difícil imaginar que los policías se sentían muy inquietos ante su presencia ya que mi tía lograba encender la imaginación erótica de los hombres más contenidos y uno podía figurarse que a partir de ese momento guiaba el curso de la conversación adonde a ella se le antojase. Sin embargo esto no era del todo así y los policías dilataron el interrogatorio hasta que la tía Elisa comenzó a perder la calma. Pero no lo suficiente como para decidir a los agentes a encauzar la investigación en la dirección de un posible crimen.
Mamá y mi tía se abrazaron apenas los agentes cruzaron el umbral después de saludarlas con gesto de galanes. Se volvieron a abrazar, esta vez con verdadera alegría, cuando volvimos de enterrar a mi padre. Toda esa tarde se vivió en mi casa un clima de euforia y parecía que en cualquier momento alguna de las dos se iba a decidir a invitar conocidos para organizar una fiesta.
Después de la muerte de mi padre nunca más recibí como regalo un animalito.
Dos días después vi desnuda por primera vez a mi tía Elisa.
Mamá tenía que cumplir unos trámites y no iba a venir hasta la noche. Yo esperaba encontrar algo para hacer, deambulaba por la casa. Era verano y todavía faltaba más de un mes para que yo empezara el colegio. Llegué ante la puerta de la habitación de mis padres (todavía no era la habitación de mamá) y me extrañé de verla cerrada, o mejor dicho, casi cerrada. Empujé la puerta y vi una gran cantidad de vestidos sobre la cama matrimonial. Giré la cabeza y dirigí la vista hacia el rincón escondido que había en la habitación. Mi tía me sonreía con ojos fulgurantes y ese brillo fue lo primero que me llamó la atención al punto que no me dí cuenta en el primer instante que estaba completamente desnuda. La tía Elisa era alta, de un color de pelo castaño claro, una curva pronunciada en su cintura, piernas un poco flacas y senos abundantes. Supongo que en la misma situación cualquier chico pediría perdón y saldría corriendo. Eso era lo que yo quería hacer, pero su sonrisa, su mirada resplandeciente y que no se llevara instintivamente las manos hacias sus senos y su pubis para cubrirlos me invitaban a quedarme o más bien me lo exigían. La tía Elisa murmuró un rápido “pasá”, dio unos pasos y cerró la puerta que yo había dejado abierta. Luego continuó frente al espejo. Se probaba los vestidos que su hermana ya no iba a usar. Yo me senté en la cama y me dispuse a disfrutar de lo que mi tía me ofrecía. Se probó dos o tres vestidos en mi presencia y en ese lapso no intercambiamos ninguna palabra. Pero menos de cinco minutos después mi tía se plantó enfrente de mí, muy cerca, y me preguntó si quería mirarla. Yo bajé inmediatamente la vista pero ella me levantó el mentón con la mano y repitió la pregunta. Yo asentí con la cabeza. Mi tía se alejó un paso para que yo pudiera tener un cuadro más completo pero luego se acercó y se hincó de rodillas para quedar a la misma altura que yo. Así se mantuvo durante más de cinco minutos. Ella se daba cuenta de que yo no podía apartar la vista de sus senos enormes y entonces los acercaba más y en algún momento lo tuve a no más de tres centímetros de mi rostro. Tenía la aureola de los pezones grandes como nunca volví a ver, de un color rosa muy claro y las puntas estaban erguidas. Yo examinaba las tetas de mi tía con la esperanza de que no se me borraran nunca de la imaginación y supongo que lo logré, pues aunque luego ví muchas veces más a mi tía desnuda, esa primera vez la voy a recordar siempre. De pronto mi tía se incorporó y enfrentó su pubis directamente con mi cara. Nada de lo que había vivido desde mi ingreso en la habitación había logrado cohibirme, pero esa nutrida cantidad de pelo, desproporcionada en medio de esas piernas, ese triángulo extraordinario sí logró intimidarme. Permanecí afiebrado, con la boca abierta, con la secreta ilusión de que ella llevaría hasta allí mi mano. Pero en vez de eso, me tocó la frente, me diagnosticó una fiebre, dijo que era mejor que “por hoy” termináramos con el jueguito. Se puso su propio vestido y salió detrás de mí. Los vestidos quedaron sobre la cama. Yo estaba contento porque en sus palabras estaba contenida la promesa de que el juego iba a volver a repetirse.
Mamá volvió ese día a las siete de la noche con un montón de paquetes, a duras penas podía atravesar la puerta y desplazarse dentro de la casa. Empezaba a disfrutar del dinero de mi padre, que nunca se había distinguido por su generosidad. Mamá lo odiaba por muchas razones, pero lo que no le iba a perdonar así pasaran veinte siglos era que él le hubiese arruinado sus mejores años. Mi padre había hecho lo imposible por mantenerla ocupada en la casa de modo que a ella le fuera imposible trabajar y por lo tanto conseguir dinero por su propia cuenta. Lo inquietaba que ella tuviera un dinero que no proviniera de él. Suponía que la autonomía que mamá podía conseguir, por ínfima que fuese, era decididamente peligrosa, no sólo para el matrimonio, sino -de un modo que nunca me quedó demasiado claro- para su propia persona física. No se daba cuenta de que, como quedó en evidencia más adelante, su vida estaba en peligro aún cuando mi madre no consiguiera ganar un solo centavo. Nunca creí que mamá fuera una asesina. Me parecía natural que lo hubiese matado, pues nunca iba a poder ser feliz si mi padre no estaba bien enterrado. Yo creía que la paz y la dicha de mamá justificaba cualquier inmolación, aún (o sobre todo) si ese sacrificio significaba la muerte de mi padre. Yo la amaba más que a nada en el mundo y este amor lo incluía todo. Mamá era mi vida y tuvo que pasar mucho tiempo para que la situación se transformara mínimamente. Yo era totalmente conciente de que mi madre me había convertido en huérfano pero jamás pude reprocharle nada. Por lo mismo, me parecía totalmente justo que ella gastara ahora el dinero que siempre le había pertenecido y me llenaba de alborozo verla entrar cubierta de paquetes, de regalos para mí, para mi tía, es decir, para nosotros tres, que a partir de la muerte de mi padre comenzábamos a transformarnos en un trío inseparable, aunque imposible. Apenas mamá llegó con los paquetes yo me pregunté si la tía Elisa le contaría la escena que habíamos protagonizado juntos, si lo haría inmediatamente o esperaría a que yo estuviera ausente. Recuerdo que mi mamá abría los regalos y la tía Elisa, como si leyera lo que yo pensaba, me miraba con una expresión burlona pero tierna, una expresión que se destilaba de sus ojos negros, de su sonrisa a medias. Compartíamos un secreto y tarde o temprano mi madre lo iba a conocer.

25 de julio de 2010

La imagen de hoy: "Joven trabajador", de Dix.

CUADERNO INFANCIA 56


Una noche en el colectivo de vuelta con Javier Saal. Acabamos de salir de un cumpleaños o algún otro evento por el estilo. Sutilmente saco el tema de las chicas de nuestro grado y me animo por fin a confesarle que estoy perdidamente enamorado de nuestra compañera de grado Silvia Meneset. Animado por mi revelación, a la pobre luz de ese colectivo de marcha lenta, Javier termina contándome que él está desde siempre enamorado de Patricia Alfíe Agregamos detalles de todo tipo, Javier ríe con su risa gruesa, sonora. Es el cenit de nuestra amistad. Sellamos un pacto de honor por el cual ninguno de los dos va a decir nada de lo que se habló en este viaje en colectivo. Tiempo después nos toca ir al teatro, a ver la obra “Chapatuti en Sandilandia”. Yo le he contado a Javier que después de la función voy a juntar valor y “me le voy a tirar a Silvia”, es decir, voy a pedirle que sea mi novia. Vemos la obra: Chapatuti es una mujer terrible que mantiene a sus trabajadores en un régimen implacable de explotación. Una de las frases del estribillo: “Pedro quiere ser inventor/ Pero no va a poder ser inventor/ Porque Chapatuti lo hace trabajar/ Todo el día sin parar”. La obra termina, subimos al escenario y probablemente por primera vez en nuestras cortas vidas tenemos contacto con los actores. Javier me mira y me pregunta “si me le voy a tirar o no”. Silvia está ocupada hablándole a la actriz que hace de Chapatuti sobre lo malo que es su personaje. Yo me siento agobiado: tengo que tomar a Silvia, llevarla a un rincón y preguntarle si quiere ser mi novia. Se me aparece como una tarea abrumadora que nunca voy a poder cumplir. Los padres empiezan a llegar para buscar a mis compañeros, lo cual me impone una urgencia que me acorrala segundo a segundo sin que yo logre vencer mi timidez. Me resigno a irme del teatro con una sensación de fracaso total. Por alguna razón pensé que tenía que aprovechar una salida como esa para mi declaración, que de ninguna manera podía realizarse en el colegio. Pero ahora, con todas las condiciones a mi favor, no he tenido el coraje para aprovecharlas. Todos se van, yo vuelvo en colectivo, solo y amargado. Tiempo después, con la intención de abrir el juego, con la convicción total de que lo estoy beneficiando, aprovecho un recreo para contar lo que hablamos con Javier durante ese viaje en colectivo. Es de mañana, estamos en el aula, la luz nos llega de la ventana que da a la avenida Avellaneda. Confieso abiertamente que a mí me gusta Silvia y me preparo a contar cuál es la elegida de Javier, que me pide que no hable, que no divulgue su secreto. Pero a mí ya no hay manera de pararme. Cuento todo lo que Javier me confesó. Javier se enfurece, se siente expuesto ante todos por mi culpa, me acusa con toda razón de ser un traidor. Yo quiero explicarle que es una manera de acercarnos más a las chicas del grado, pero no encuentro las palabras adecuadas. Javier se enoja y pierdo su confianza para siempre. A partir de ese momento, avergonzado y triste, me quedo un poco más solo. A partir de ese momento jamás voy a olvidar cuál es el valor de los secretos que otros nos confían.

22 de junio de 2010

El relato del Mariscal. Capitulo 2.

Eran los tiempos de la ardilla. Mi tía Elisa me trajo una de su pueblo, un animalito común, con una cola más grande que su propio cuerpo. Apenas la tuve en mis manos juré no separarme de ella jamás. Para eso tenía que lograr que mi padre no supiera siquiera que la ardilla existía. Nunca pude entender por qué odiaba que yo tuviera contacto con animales. Todas las mascotas que me había regalado la tía Elisa habían muerto o habían desaparecido de manera misteriosa. Una tortuga, una paloma, un sapo y hasta un gato y un perro habían dejado de ser mis mascotas por capricho de mi padre. La tía Elisa, la hermana de mamá, lo odiaba con toda la furia y sabía que no le gustaba que trajera animales. Por lo tanto, no había visita en la que no trajera un animal más o menos raro, difícil de conseguir.
Pero con la ardilla fue diferente. Ya conocía el modo de conducirse de mi padre, y estaba dispuesto a defenderla de él hasta las últimas consecuencias. La mantuve oculta durante más de dos meses. Conseguí una caja de madera y un taladro con el que le hice muchísimos agujeros. La instalé en el segundo piso de la casa, en el desván que estaba junto a la terraza en el que mi padre casi nunca entraba. Cuando la tía Elisa volvió a visitarnos se sorprendió de que todavía estuviera viva. Me las ingeniaba para estar con la ardilla todo el tiempo que papá trabajaba. Muchas veces la llevaba conmigo hasta la puerta secreta del consultorio, y la mantenía en mi mano mientras miraba por la cerradura. Únicamente por mi amor a la ardilla yo me arriesgaba al brutal ataque de furia de mi padre, agravado esta vez por el secreto, y pretendía ignorar que tarde o temprano él iba a descubrir la caja de madera. Una mañana mientras dormía percibí forcejeos en la puerta de mi habitación. Alguien pugnaba por entrar y mamá se lo impedía. Mamá apenas podía contener los gritos. Según pude enterarme después, una de las canillas del baño del consultorio comenzó a perder agua y mi padre subió al desván a buscar una llave. Yo me preocupaba todas las mañanas de levantarme temprano y de colocar la caja con la ardilla debajo de mi cama. Pero precisamente esa mañana me había quedado dormido y ahora que estaba aletargado podía comprender que mi padre había descubierto la ardilla y que seguramente ésta ya estaba muerta. La lucha continuó durante unos segundos más y finalmente mi padre dejó a mi madre tirada en el suelo, entró en mi habitación y descargó sobre mi cuerpo una paliza feroz. Yo no atiné siquiera a gritar o a llorar pero eso no detuvo a mi padre que me dejó los dedos marcados en la cara, las piernas, el tórax y el abdomen. Nunca se me borró el llanto de mi madre, un llanto en el que intercalaba insultos y amenazas. Cuando mi padre decidió quer era suficiente se fue caminando lentamente, con dificultad. Recuerdo que mientras cruzaba la puerta con su cuerpo algo encorvado, su calva y su barba grisácea, yo lo vi viejo y sentí lástima por él y un odio inagotable. El fijó sus ojos en mi madre que con el pelo revuelto y la cara desfigurada por el llanto (el maquillaje se le había corrido por completo) le devolvía desde el suelo la amenaza de su mirada mientras trataba de incorporarse. Mi padre se encerró en su consultorio. Mi madre vino a mi cama, recorrió mi cuerpo con sus manos durante un tiempo prolongado, me puso bajo la ducha, me vistió y me llevó a pasear con la tía Elisa. Mi padre permaneció encerrado los tres días que siguieron. La ardilla no volví a verla nunca más.

La imagen de hoy: "Domingo" de Hopper.

21 de junio de 2010

El relato del Mariscal. Capítulo 1.

Mi padre era médico y mamá no estaba enamorada de él. Ella era algo así como una Madame Bovary que siempre necesitaba pensar en un hombre que no fuera su marido. Cuando a los trece o catorce años leí Madame Bovary, no podía desprenderme de la idea de que Emma era mamá y le adjudicaba al personaje el rostro de ella.
Mi padre tenía el consultorio en la misma casa en la que vivíamos. Aunque estaba aislado, se podía llegar a él si se recorría el pasillo que lo comunicaba con los demás ambientes. El consultorio tenía dos puertas: una que daba a la antesala, por la cual se llegaba al centro de la casa. Y otra que daba al pasillo. La puerta de este acceso era pesada y eso me daba una gran tranquilidad en los momentos en que yo me dedicaba a a espiar. Sabía que mi padre no podía abrir la puerta con gran facilidad y así yo podía escabullirme en la oscuridad del pasillo en dos o tres segundos. Y al mismo tiempo tenía una ventaja adicional: una cerradura gigantesca que precisaba de una llave absurdamente grande. El peso de la puerta y el tamaño de la cerradura fueron dos factores que de algún modo marcaron mi primera infancia.
Sé que papá sospechó siempre de mí pero jamás pudo sorprenderme y nunca me preguntó si yo lo espiaba. Si alguna vez papá me hubiera atrapado, yo jamás lo habría vuelto a intentar y de tal modo me habría privado de una experiencia fundamental.
Yo me dedicaba a espiar a los que llegaban al consultorio casi siempre a la hora de la siesta, y a esa hora el noventa por ciento de los pacientes eran mujeres. Y a través del ojo de la cerradura experimenté por primera vez lo que se siente ante la desnudez de una mujer. No siempre mi papá las hacía desvestir por completo, algunas veces les exigía quitarse la blusa o la pollera y luego las obligaba a acostarse en la cama para la revisación. Pero cuando yo veía que la mujer no se detenía sino que lentamente se iba despojando de todas sus prendas difícilmente podía contener, mientras acompañaba cada una de las acciones de la mujer, mis ruidosas agitaciones. Yo tenía unos nueve o diez años y en materia de sexo estaba bastante adelantado con respecto a mis compañeros de colegio. Por eso, mis músculos se estiraban al límite cuando llegaba el turno de la revisación, es decir, aquellos momentos en que mi padre mantenía un contacto firme y decidido con el cuerpo de sus pacientes. Yo adivinaba que la voluptuosidad latente en los modos correctos de mi padre emergía sin pudores en esos roces y aproximaciones. De ninguna manera podía figurarme que a él esas mujeres le fueran indiferentes y que se lanzara sobre ellas sin la pasión que delataban sus manos. Hasta tal punto presentía su ansiedad que me imaginaba que quien estaba en la camilla no era otra que mamá y yo asistía a una sesión de amor entre ambos.
Un día mamá me descubrió. Sentí que una mano firme se plantaba sobre mi hombro. Me dí vuelta aterrado y me encontré con ella, que sonreía. Me tapó la boca y miró brevemente por el ojo de la cerradura. Una corriente helada me atravesó el pecho, la figura de mi madre se me hizo lejana, turbia. Hubiera querido llorar pero me era imposible. Mi madre me llevó de la mano por el pasillo hasta el comedor. Se sentó en una silla, apoyó uno de los codos en la mesa y me miró seria. Luego, como si no hubiese podido seguir conteniéndose, largó una carcajada, me preguntó si siempre lo hacía. Como yo no contestaba, dejó de reírse y se mantuvo callada por varios minutos. Me miraba con una severidad que su sonrisa imborrable desmentía. Sabía que ella no me iba a dejar hasta que yo no le contestara. Seguía con la intención de llorar pero me era imposible: había algún aspecto en toda esta situación que a mí me excitaba. Hasta tenía ganas de reírme. Cuando no pude más y solté algo parecido a una risa ella rió conmigo, los dos nos reímos intensamente durante un buen rato. Volvió a preguntarme si lo hacía siempre y yo le contesté que sí. Y entonces comenzó un pequeño interrogatorio por el cual ella se enteró que a mi me fascinaba ver a través de la cerradura a mujeres desnudas en manos de mi padre. Seguramente ella sabía en qué momentos yo iba por la oscuridad a espiar, aunque después de ese día nunca más volvió a encontrarme en el pasillo.

12 de mayo de 2010

CUADERNO INFANCIA 55.


Carol
En la playa Bristol de Mar del Plata, verano de 1973, uno de los últimos días de febrero. Es una tarde sin sol pero no hace frío. Yo estoy con mi hermano Eduardo, quien a su vez está con algunos de sus amigos y amigas, que siempre son muchos. Todos nos metemos en el mar pero luego de unos minutos mi hermano y sus amigos ya no están y yo quedo cerca del final del espigón junto a una chica de tez mate y cabello negro que tiene más o menos mi edad. La chica me habla y todavía no me doy cuenta de que tiene acento cordobés. Supongo que hay alguien más, una amiga de ella, pero no puedo asegurarlo. Para mí, hasta el día de hoy sólo estamos ella y yo, los dos moviendo incesantemente brazos y piernas para mantenernos a flote mientras no dejamos de charlar. Ella es la que más habla y al mismo tiempo se las arregla para hacer preguntas. Así puedo saber que se llama Teresa y ella se entera de que soy el hermano de Eduardo, que es amigo de su hermana Pupé. Cuando salimos del mar, estoy totalmente enamorado de Teresa. Y lo extraordinario es que, para mi total felicidad, me entero por un amigo de mi hermano Eduardo, (que también se llama Eduardo, aunque lo llaman Sapo), que yo le gusté. Uno o dos días después, estamos en las duchas del balneario número 3 de la Bristol, mi hermano Eduardo, Sapo y yo. Sapo le cuenta a mi hermano que “la hermanita de Pupé” gusta de mí y se ofrece para hacer de intermediario. Yo no logro imaginarme cómo Sapo va a lograr semejante proeza. Pero enseguida mi hermano desecha la idea y yo sufro una decepción fenomenal. Mi hermano no cree que tenga mucho sentido cualquier tipo de relación a mi edad. Sin embargo, yo quiero ser el novio de Teresa y no sé exactamente qué significa eso a mis once años pero no tengo problema en averiguarlo. De todos modos, en los días que me quedan de vacaciones, que no son muchos, ya no me despego de ella, nos vemos en la playa, vamos al Piso de Deportes que está a unos pasos del Casino Central, sobre el Boulevard Marítimo, donde ella me enseña a patinar. Un día antes que yo vuelva a Buenos Aires, vamos a andar en bicicleta en la Plaza Mitre. Yo voy con mi hermana y ella con una prima. Nos arreglamos para estar juntos todo el tiempo que dura el alquiler sin importarnos ni de mi hermana ni de su prima. Esa tarde de bicicletas con ella en Plaza Mitre no se me va a borrar nunca. Por primera vez en mi vida voy a saber lo que es sufrir una separación de alguien que verdaderamente me importa. Me pregunto por qué ella tiene que vivir en Córdoba. Si viviera en Buenos Aires podríamos repetir esa salida todas las veces que quisiéramos. Tan enamorado estoy que cuando llego a casa me animo a pedirle a mi mamá que por favor nos quedemos un día más. Mi mamá adivina inmediatamente la razón de mi ruego, se enternece por mi “metejón” y hasta llega a consultarlo con mi papá. Para mi gran sorpresa, el “no” no es terminante, por lo cual se abre una débil esperanza. Dudan, consideran la posibilidad durante más o menos dos horas hasta que por fin papá descarta la idea: es demasiado tarde, ya han preparado todo para el retorno. Vuelvo a Buenos Aires con la confianza de verla a Teresa el verano siguiente en Mar del Plata. Durante todo el año 73 en que curso séptimo grado no dejo de recordarla. Durante todo ese año la idea de volver a verla me llena de energía y ansiedad. En el verano del 74, cuando volvemos a Mar del Plata, la encuentro por primera vez en el mismo Piso de Deportes donde ella me enseñó a patinar. Está entre la gente, sentada en una de las gradas. Ella me ve, me reconoce, y hasta veo que toma del brazo a la amiga que está con ella para indicarle dónde estoy yo, que finjo no darme cuenta de nada. Poco después, me pongo a patinar (mucho mejor que el último verano, he tenido todo el año para practicar). Mientras me desplazo entre cientos de chicos con patines, siento que me toman del brazo, y me sueltan algunas palabras. Antes de girar la cabeza ya sé que es ella, después de tanto esperar acabamos de retomar el contacto. Pero ya nada va a ser igual. Ella ha decidido que va a usar su segundo nombre, Carol y ya no quiere que la llamen Teresa. Mi pasión sigue intacta, pero algo se ha transformado. Aunque los dos tenemos doce años, yo ahora soy un poco más chico que ella y hay una cantidad de contendientes de más edad con los que no puedo competir.
Ese verano del 74 es una época de duro aprendizaje. Después de ese encuentro en el Piso de Deportes me imagino que a diferencia del año anterior tengo todo el verano para estar con ella. Y como la carpa de Carol está en el Balneario N° 3 enfrente a la Rambla y mi carpa está en el Anexo de ese mismo Balneario, a unos cien metros, todos los días, apenas llego a la playa Bristol hago el recorrido que me lleva hasta ella. Es inmensa la satisfacción que me produce caminar por la galería que conecta los diferentes balnearios, ver de lejos el lugar en el que su familia tiene una de las tantas carpas amarillas y comprobar que ella ya está allí. Tan sólo tengo que cruzar la rambla para encontrarla y compartir el resto del día con Carol. Sin embargo, hay muchos chicos rondándole. A pesar de su corta edad Carol es una chica atractiva y ya es perfectamente consciente del efecto que produce en los adolescentes. Y ahora que soy uno más entre tantos cada vez se fija menos en mí y con el pasar de esos días de febrero la magia se desvanece. Un día, una prima de Carol que se llama Mónica, me pregunta si Carol me gusta. El modo en que me lo pregunta no me deja anticipar nada bueno, pero le respondo que sí. Mónica es lapidaria: me dice que Carol no tiene ningún interés en mí, por lo cual no debo ni pensar en hacerme ilusiones. La derrota es absoluta y dos o tres días después dejo de visitar para siempre a Carol en su carpa. Algunas veces paso por la galería y alcanzo a verla pero ahora tengo la triste certeza de que ya no voy a cruzar la rambla, ya no la voy a encontrar en su carpa, ya no voy a compartir mi día con ella. En los años que siguen me cruzo con Carol en diferentes lugares y circunstancias y ni una sola vez dejo de sentir que el calor de esa pasión infantil vuelve a invadirme.

2 de mayo de 2010

Carta de Tennesse Williams a su agente Audrey Woods



29 de agosto de 1947


Querido Audrey:

... No puedo decirte el alivio que significa que hayamos encontrado un Stanley enviado por Dios en la persona de Brando. No se me había ocurrido antes el valor excelente que surgiría al poner a un actor muy joven en este papel. Humaniza el personaje de Stanley, en tanto que representa la brutalidad o la insensibilidad de la juventud más que los vicios de un hombre mayor. No quiero centrar la culpa o la responsabilidad especialmente en ninguno de los personajes, sino que sea una tragedia de la insensibilidad y la incapacidad de entender a los demás. De la lectura de Brando, que fue por lejos la mejor lectura que escuché jamás, surgió un nuevo valor. Parecía que había creado un personaje con dimensión propia, del tipo de los que la guerra ha creado entre los veteranos jóvenes. Es un valor que va mucho más allá de lo que podría haber aportado Garfield y, además de sus dotes de actor, posee una gran atracción y sensualidad física, por lo menos tanta como Burt Lancaster. Cuando Brando firme creo que tendremos un elenco realmente destacado de 4 estrellas, tan atractivo como el mejor y que merece todos los problemas por los que hemos pasado. Tenerlo a él en lugar de a una estrella de Hollywood creará una impresión sumamente favorable, pues le quitará el estigma de Hollywood que parecía unido a la producción. Por favor, usa tu influencia para oponerte a cualquier movimiento por parte de la oficina de Irene a fin de reconsiderar o demorar la firma del muchacho, en caso de que a ella no le guste. Espero que haya firmado antes de que ella llegue a Nueva York.

14 de abril de 2010

La imagen de hoy: "El bello mundo", de Magritte.

Vladimir Maiacovski: Amo


Amo

Escrito en 1922, dedicado a Lili Brick. Es
de carácter autobiográfico.


1. Comunmente es así

El amor le es dado a cualquiera
pero...
entre el empleo,
el dinero y demás,
día tras día,
endurece el subsuelo del corazón.
Sobre el corazón llevamos el cuerpo,
sobre el cuerpo la camisa,
pero esto es poco.
Sólo el idiota,
se pone los puños,
y el pecho lo cubre de almidón.
De viejos se arrepienten.
La mujer se maquilla.
El hombre hace ejercicios con sistema Müller,
pero ya es tarde.
La piel multiplica sus arrugas.
El amor florece,
florece,
y después se deshoja.

* * *

2. De niño

Yo fui agraciado en el amor, sin límites.
Pero de niño,
la gente preocupada, trabaja.
Y yo,
escapaba a las orillas del río Rión,
y vagaba sin hacer nada.
Se enojaba mi madre:
"¡Chiquillo maldito!"
Mi padre me amenazaba con el cinturón.
Pero yo,
me ganaba tres rublos falsos
y jugaba con los soldados bajo las tapias.
Sin el peso de la camisa.
sin el peso de los botines,
daba vueltas
y me quemaba bajo el sol de Kutaís¹,
hasta que me daban puntadas al corazón.
El sol se asombraba:
"Apenas se ve
y también tiene corazón
se empeña el chiquillo."
¿Cómo es que cabe en este pedazo de un metro,
el río,
yo,
y las kilométricas cumbres?

1 Distrito donde nació el poeta.


* * *

3. Adolescente

La juventud tiene mil ocupaciones.
Estudiamos gramática hasta atontarnos.
A mí,
me echaron del quinto año,
y fui a apolillar a las cárceles de Moscú.
En nuestro pequeño mundo doméstico,
para las camas aparecen poetas de pelo rizado.
¿Qué saben estos líricos anémicos?
A mí, pues.
me enseñaron a amar en la cárcel.
¿Qué vale comparado con esto,
la tristeza del bosque de Boulogne?
¿Qué vale comparado con esto,
los suspiros ante un paisaje de mar?
Yo, pues,
me enamoré de la ventanilla de la cámara 103²,
de la "oficina de pompas fúnebres".³
Hay gente que mira al sol todos los días
y se enorgullece.
"N0 valen mucho sus rayos" -dicen.
Pero yo,
entonces,
por un rayito de sol amarillo,
reflejado sobre mi pared,
hubiera dado todo un mundo.

² Número de la cámara de la cárcel donde estuvo preso Mayacovski
durante un año.
³ El pueblo llamaba así a esa cárcel.

* * *

4. Mi universidad

¿Sabe francés,
restar,
multiplicar?
¡Declina maravillosamente!
¡Que decline!
Pero, oiga,
¿Acaso usted podría cantar en dúo,
con los edificios?
¿Usted acaso comprende
el idioma de los tranvías?
El hombre, a veces,
apenas sale del cascarón
y ya lleva libros bajo el brazo,
y cuadernos escritos.
Yo,
aprendí el alfabeto en los letreros,
hojeando páginas de estaño y hierro.
Los maestros,
toman la tierra,
la descarnan,
la destrozan,
y enseñan:
-Toda ella
no es más que un globo pequeño, redondo.
Pero yo,
con los codos aprendí geografía.
No en vano he dormido tanto sobre la tierra.
Los historiadores se atormentan con importantes preguntas:
-¿Era o no roja la barba de Barbarosa?
¡Que sea!
No me gusta meterme en las mentiras con telaraña.
Yo conozco de Moscú, cualquiera de sus historias.
Hablan de Dobroliúbov (para que lo odien)¹
pero su apellido está en contra,
protesta la familia.
Yo,
desde niño.
aprendí a odiar a los gordos,
a los que se venden por una comida.
Se sientan,
charlan,
y para gustarle a la dama,
hacen sonar sus pobres ideas
con sus frentes llenas de monedas.
Yo,
dialogaba sólo con los edificios,
y las tomas de agua, eran mis interlocutoras,
con la ventana del oído atento escuchando,
los techos oían lo que les arrojaba al oído.
Y luego,
de noche,
sobre una cosa
o la otra
nos pasábamos charlando,
moviendo la "sinhueso".

¹ Escritor ruso; su apellido significa literalmente,
bondad amorosa:es un juegfo de palabras de Mayacovski

* * *

5. Adulto

Los mayores tienen asuntos.
Los rubios tienen bolsillos.
¿Amar?
Por favor,
por cien rublos.
Y yo,
sin casa y sin techo,
las manzanas metidas en los bolsillos rotos,
vagaba asombrado.
Si es de noche,
se ponen los mejores trajes,
descansan el alma sobre viudas o casadas.
A mí
Moscú, me ahogaba de abrazos,
con sus anillos infinitos de plazas.
En los corazones,
suena el reloj de los amantes.
Se exaltan las parejas en el lecho de amor.
Y yo,
buscaba enloquecido,
el pulso salvaje de la ciudad
acostándome con "La Pasión" de sus plazas.¹
¡Entrad pasiones!
¡Trepáos con amor!
¡Desde hoy no soy dueño del corazón!
En los demás -yo sé-,
el corazón está en casa,
en el pecho,
lo sabe cualquiera.
Conmigo,
se volvió loca la anatomía,
soy todo corazón,
y palpita en todas partes.
¡Oh! Cuántas primaveras tuve
en veinte años encendidos y plenos.
El corazón tiene su apéndice,
y su carga sin gastar,
es simplemente insoportable.
Insoportable,
no para el verso,
de verdad.

¹"La Pasión" plaza de Moscú, hoy plaza Pushkin.

* * *

6. Lo que resultó

Más de lo que se puede,
más de lo que hace falta,
como si colgara de mí,
un delirio poético.
El apéndice del corazón creció agigantado.
Una mole de amor,
una mole de odio.
Debajo del peso -las piernas-, tambaleando se mueven.
Tú sabes,
yo estoy bien formado,
y sin embargo,
cargo el complemento del corazón,
encorvado de hombros,
y me hincho de leche de versos
y no puedo irme,
a donde,
total igual me lleno de nuevo.
Estoy lánguido de lirismo.
¡Oh nodriza del mundo,
hipérbole,
imagen de Maupassant!

* * *

7. Llamado

Lo levanté como un atleta
lo llevé como un acróbata,
como a los electores los llevan al mitin,
como en las aldeas llaman a rebato los días de incendio.
Yo llamaba:
" Aquí está,
aquí,
tomadlo".
Cuando esta mole gemía,
sin notar el polvo o el barro,
las damas se apartaban de mí como locas.
-"A nosotras, más chico.
A nosotras, algo así como un tango..."
No puedo llevarlo,
y cargo mi peso.
Quiero arrojarlo
-y sé-
no lo haré.
No resisten los arcos de mis costillas,
mi profundo jadeo.
El pecho rechina
bajo el empuje de mis pujos ardientes.

* * *

8. Tú

Entraste.
En serio miraste.
La estatura,
el bramido
sencillamente examinaste,
-un chiquillo.
Tomaste,
sacaste el corazón,
y sencillamente te fuiste con él a jugar,
como una niña juega con su pelota.
Y todas,
como si vieran milagros
exclamaron -damas y señoritas:
-¿A ese, amarlo?
Si se echa encima,
hace falta una domadora.
¡Debe ser de una jaula!"
Y yo, de júbilo
-perdí el yugo.
y de alegría,
olvidándome de mí mismo
saltaba,
-como en casamiento de indio-,
tan alegre, y bien me sentía.

* * *

9. Imposible

Solo no podré llevar el piano,
y menos aún la caja de hierro.
Si no fuera la caja,
y el piano,
mi corazón lo llevaría de vuelta.
"Los banqueros saben:
somos ricos sin límites,
nos faltan bolsillos-,
guardamos en la caja de hierro".
Mi amor, por ti,
es un tesoro,
y lo guardo en mi caja de hierro,
y como un Creso ando contento.
Y sólo cuando tengo muchas ganas,
saco una sonrisa,
o menos,
y emborrachándome con otros,
gasto a media noche,
unos quince rublos de lirismo en moneda.


* * *

10.Y así pasa conmigo

Las escuadras,
también acuden a las bahías.
El tren,
también se apresura hacia las estaciones.
Y yo, se comprende
-si yo te amo-
voy hacia ti
pues me atraes,
me enloqueces.
Como se apea "El caballero avaro" de Pushkin,
encantado hurgando su sótano,
así yo,
vuelvo hacia ti, amada,
con mi corazón encantado.
Y a casa vuelvo contento,
como ustedes vuelven
y se quitan la roña, lavándose y afeitándose.
Así vuelvo hacia ti.
¿Acaso,
yendo hacia ti no vuelvo a mi casa?
A los terrenales los recibe la tierra
-siempre volvemos a nuestros deseos.
Así yo,
hacia ti siempre me inclino,
apenas nos separamos,
nos vimos apenas.

* * *

11. Deducción

No acabarán el amor,
ni la riña,
ni la distancia.
Pensado,
probado,
verificado.
Levanto solemne
el verso de mil dedos-estrofas.
Juro, amo,
fiel y seguro.