25 de febrero de 2009

La imagen de hoy: "El robo del cuerpo de San Marcos", de Tintoretto

CUADERNO BESTIARIO 9: Pequeños relámpagos, de John Updike.


Los patios durante los veranos de mi juventud estaban llenos de luciérnagas, pero ahora rara vez las veo. ¿Será que me he mudado un par de grados al norte o fueron las luciérnagas víctimas del mismo abatimiento climático que ha robado las golondrinas moradas y las tortugas de caja de nuestras vidas cotidianas? ¿O yo ya no las busco con el entusiasmo exhibido aquí?
Acá, en el siglo XVIII en Japón, la joven madre sostiene una exquisita caja con ranuras, lista para la captura. En mi Pensilvania deprimida, una jarrita de pickles con agujeros hechos en la tapa y un forro de pastos en el fondo para el confort de los prisioneros, servía igual. Eran fáciles de capturar, los serviciales bichitos de luz –escarabajos de alas suaves que rara vez subían más que lo que la altura de la mano de un niño podía alcanzar–. En la palma, iluminaban los pliegues con su frío brillo amarillo cuyo ritmo parecía un balido.
¿Estaban asustadas? Me imagino que sí, aunque el tempo de su pulso luminoso no aumentaba. Si hemos de creerle a la ciencia, la señal es erótica, macho a la hembra y viceversa –como notas que se pasan en una clase de adelante para atrás, como el ruborizarse o la dilatación de las pupilas que traicionan la excitación humana– y es producida por una infusión de aire a través de las células cuya sutil carga de luciferina se convierte en oxiluciferina, el oxígeno catalizado por la luciferase.
Mientas los mayores, sin desalentarnos, se acomodaban en la oscuridad del jardín, fumando sus cigarros y murmurando sus chismes y haciendo que los muebles de mimbre chillaran, yo me convertía en el despiadado tirano de una dócil y luminosa raza.
Las luciérnagas en mi imaginación estaban asustadas; su parpadeo era un pedido de clemencia para que las liberara, y generalmente lo eran, retomando agradecidas su nado ornamental a través de las sombras de los árboles, sobre el rocío del pasto. Pero una vez, con la torpeza de un niño, tiré una luciérnaga al piso, o la agarré y la dejé caer, y en un intento de rescate, de sacarla de entre las briznas de pasto, la empujé más adentro. Horrorizado, observé su abdomen luminoso, hasta que finalmente se apagó. Esta muerte, que había causado y presenciado, me atormentó de maneras gigantescas. No sabía, como me dice ahora la Enciclopedia, que las “luciérnagas adultas no comen”, que existen para copular, para engendrar larva que come caracoles y lombrices y que “inyecta en sus presas un líquido paralizante”; en breve, que la luciérnaga cuya muerte yo había causado ya estaba muriendo, disfrutando una mera y momentánea danza sexual entre una generación de larvas venenosas y la próxima, disfrutando ya de una suerte de vida después de la muerte.
El niño y la madre parecen entender eso en el grabado sobre madera de Chöki (Capturando luciérnagas, 1790, grabado sobre madera). Habitan un tipo de paraíso, económico como la memoria. Ni el arroyo que corre ni el iris que escucha protestan por su intento de atrapar un par de estrellas. Extrañamente, el único elemento en este grabado que muestra los efectos de la vejez es la noche eterna, el violáceo fondo de tinta y mica, arrugado y rasguñado como por pequeños relámpagos.

9 de febrero de 2009

CUADERNO INFANCIA 32


Falta poco para que cumpla doce años y ya conseguí trabajo en la farmacia. Como regalo adelantado de cumpleaños he recibido mi bicicleta “Bambina” de color naranja. La mantengo siempre lustrosa, siempre impecable. Lo único que quiero es andar por la calle en bicicleta día y noche. Por lo tanto, trabajar en una farmacia es una buena oportunidad para andar en bicicleta todo el día y que encima me paguen. Me presento en la farmacia de Gaona y Emilio Lamarca y me observan de arriba abajo, tengo sólo once años, y me dicen que ya tienen cadete. Pero me toman en la de Avellaneda entre Joaquín V. González y San Nicolás, al lado del garage Nevada. Un hombre no muy alto de pelo muy lacio y un mechón que le cae sobre la frente me hace algunas preguntas. No sé por qué me acepta. La rutina es la siguiente: a la mañana bien temprano en la farmacia, hasta el mediodía, cuando tengo que ir al colegio. Y cuando el día de clases termina, de nuevo a la farmacia, desde las cinco hasta las ocho u ocho y media. Una rutina demoledora, que incluye los sábados a la mañana. Mamá me lo permite. Cada mañana bien temprano yo ya tengo la escoba en la mano para barrer la vereda de la farmacia. Muchas veces papá entra en el garage Nevada para buscar su auto y me encuentra barriendo. Sonríe, no me habla demasiado, entra en el garage y sale en su Chevy de color azul, que es un auto cupé, impecable, mientras yo todavía no he terminado con todo el polvo de la vereda. El farmacéutico sabe que ése que sale con ese auto es mi papá. No puedo dejar de figurarme su perplejidad: el pequeño cadete barre la vereda ante su padre, que lo observa desde el parabrisas de su auto último modelo.

6 de febrero de 2009

La imagen de hoy: "Descenso al sótano", de Balthus.

Marlon Brando. Algunas notas sobre la actuación.


"El director del Taller Dramático de la New School era Erwin Piscator, un hombre de gran reputación en el teatro alemán, pero en mi opinión el alma de la escuela era Stella Adler. Durante los primeros años de la década de los treinta, Stella se trasladó a Europa y estudió con Konstatin Stanislavski, del Teatro de Arte de Moscú, y llevó a Estados Unidos las técnicas de Stanislavski. Se las enseñó a sus compañeros del Group Theater, una compañía de actores, escritores y directores que durante una década –desde 1931– intentaron crear una alternativa al teatro comercial de Broadway, llevando a escena obras que mostraban el lado provocador del cambio social.
Cuando la conocí, Stella tenía alrededor de cuarenta y un años, era bastante alta y muy hermosa, con ojos azules, un pelo rubio sorprendente y una presencia leonina, pero estaba muy decepcionada por la forma en que la vida la había tratado. Era una actriz maravillosa que, por desgracia, nunca tuvo la oportunidad de convertirse en una gran estrella, y creo que eso la amargaba. Pertenecía a una de las grandes familias teatrales de los Estados Unidos, había aparecido en casi doscientas obras durante un período de treinta años, y deseaba intensamente ser una artista famosa. Pero, al igual que muchos artistas judíos de su época, tuvo que afrontar una forma cruel e insidiosa de antisemitismo; los productores de Nueva York, y sobre todo los de Hollywood, no contrataban a los artistas que tuvieran “aspecto judío”, independientemente de lo buenos que fueran.
Hollywood fue siempre una comunidad judía; la crearon judíos, y todavía hoy la dirigen en gran medida judíos. Pero durante una larga época fue perversa y virulentamente antisemita, sobre todo antes de la guerra, cuando los artistas judíos tenían que disimular su judaísmo si querían conseguir trabajo. Estos actores estaban asustados, y es comprensible que así fuera. Cuando yo me iniciaba en la profesión de actor, oía constantemente hablar de agentes que presentaban a un actor o una actriz para un papel, lo llevaban al teatro para una prueba, y luego el productor decía:
–Fantástico. Muchas gracias. Ya le llamaremos.
Cuando el artista se iba, el agente pregunta:
–Bien, ¿qué te parece?
–Grandioso –respondía el productor–. Ha estado fantástico, pero es demasiado judío.
Si alguien tenía “aspecto judío”, no conseguía ningún papel y no podía vivir. Había que tener el aspecto de Kirk Douglas, de Tony Curtis, de Paul Muni o de Paulette Goddard, y cambiarse el nombre. Ellos eran judíos, pero no tenían “aspecto judío”, y utilizaban el camuflaje de nombres no judíos. Así, Julius Garfinkle se convirtió en John Garfield, Marion Levy en Paulette Goddard, Emmanuel Goldenberg en Edward G. Robinson, y Muni Weisenfreund en Paul Muni. Esto cambió cuando actores como Barbra Streisand dijeron: “Jamás cambiaré mi nombre. Soy judía y me enorgullezco de ello”. Ahora los judíos no tienen que operarse la nariz para conseguir un trabajo, pero Stella pertenecía a una época distinta. Fue a Hollywood, actuó en tres películas y cambió su apellido por el de “Ardler”, con la esperanza de que ello le sirviera de algo, pero tenía una nariz afilada y aguileña que le daba el “aspecto judío”. Se la operó, y el resultado fue que casi parecía una gentil, pero los productores decían que aún tenía demasiado aspecto judío para ofrecerle el tipo de papeles que su talento merecía y que la habrían convertido en una estrella.
Pero aunque Stella nunca vio realizado su sueño, dejó un legado sorprendente. Casi todos los actores cinematográficos actuales salen de ella, y produjo un efecto extraordinario en la cultura de su época. No creo que el público se dé cuenta de lo mucho que le deben a ella, a otros judíos y al teatro ruso la mayoría de las interpretaciones que vemos actualmente. Las técnicas que Stella llevó al país y enseñó a otros artistas cambiaron enormemente la manera de interpretar. En primer lugar, las transmitió a sus compañeros del Group Theater, y luego a actores como yo, que pasamos a ser alumnos suyos. Ejercíamos nuestra profesión en la forma y con el estilo que nos enseñó, y dado que las películas norteamericanas dominaban el mercado mundial, las enseñanzas de Stella han influido en actores del mundo entero".


"La interpretación es la menos misteriosa de todas las artes. Todo el mundo actúa, ya sea un niño que aprende rápidamente cómo comportarse para conseguir la atención de su madre, o un esposo y una esposa en los ritos cotidianos del matrimonio, con todos los artificios y la interpretación que tienen lugar en una relación conyugal. Los políticos se encuentran entre los peores actores y los más rimbombantes. Resulta difícil imaginar que alguien sobreviva en nuestro mundo sin actuar. Es un mecanismo social necesario: lo utilizamos para proteger nuestros intereses y para sacar provecho de todos los aspectos de nuestra vida, y es algo instintivo, una habilidad que todos llevamos dentro. Cuando queremos algo de alguien, o queremos ocultar algo o fingir, estamos actuando. La mayor parte de la gente lo hace durante el día. Cuando no sentimos la emoción que alguien espera de nosotros y queremos complacerlo, fingimos esa emoción; nos mostramos entusiasmados con los proyectos de otras personas aunque nos resulten aburridos. Alguien dice algo que hiere nuestros sentimientos, pero ocultamos ese sufrimiento. La diferencia consiste en que la mayor parte de la gente actúa automática e inconscientemente, mientras que los actores teatrales y cinematográficos lo hacen para narrar una historia. De hecho, la mayor parte de los actores ofrecen sus mejores interpretaciones cuando la cámara deja de rodar".

"Es verdad que siempre he tenido una constante curiosidad por la gente, por lo que sienten y piensan, y por lo que los motiva, y siempre me he esforzado en descubrirlo. Si no logro imaginar cómo es una persona, la sigo como un detective, con insistencia, hasta que descubro cuál es su naturaleza y cómo se mueve, aunque no lo hago para aprovecharme de ello; sin embargo, reconozco que cuando era joven a veces lo hacía para sacar algún provecho, porque soy curioso no sólo respecto de ellos sino también respecto de mí mismo. Me siento absolutamente fascinado por los motivos que inducen a actuar a los hombres. ¿Por qué las personas se comportan como lo hacen? ¿Cuáles son los impulsos que están dentro de nosotros y que nos arrastran en una dirección o en otra?
Esa ha sido la preocupación de toda mi vida. Solía frecuentar las cafeterías de Washington Square sólo para observar a la gente. Si salía con una mujer, intentaba imaginar por qué decidía cruzar las piernas o encender un cigarrillo en determinado momento, o qué significaba que en el curso de la conversación se aclarara la garganta o se apartara un mechón de pelo de la frente. Solía sentarme en la cabina de teléfono del Optima Cigar Store, en la esquina de Broadway y la calle 42, y mirar por la ventana a la gente que pasaba. Los veía durante dos o tres segundos, hasta que desaparecían; si pasaban cerca de la cabina telefónica, podían desaparecer en un segundo. En ese fragmento de tiempo estudiaba los rostros, la forma en que colocaban la cabeza y balanceaban los brazos; intentaba captar quiénes eran, cuál era su historia, su trabajo, si estaban casados, preocupados o enamorados. El rostro es un instrumento extraordinariamente sutil; creo que consta de 155 músculos. La interacción de los músculos puede ocultar mucho, y la gente siempre oculta las emociones. Hay personas que tienen un rostro muy inexpresivo. Presentan siempre una expresión neutral y suele ser difícil leer algo en su rostro, sobre todo si se trata de orientales y de indios del norte y del sur de América. En tales casos, intento interpretar la postura del cuerpo, el aumento de la frecuencia con que parpadean, los bostezos involuntarios o el que no terminen un bostezo... Cualquier cosa que denote emociones que no quieren mostrar.
Esas cuestiones me interesan desde que era un niño. Estaba decidido a saber, a adivinar y evaluar las peculiaridades que la gente no sabía que tenía. No he parado de investigar hasta llegar a conocer su potencial para amar y odiar, para la ira y el egoísmo, para gozar de las cosas que desean en la vida y con qué intensidad las desean; también me he esforzado en descubrir sus perímetros y sus límites y averiguar cómo estaban constituidos en realidad. Siempre he sentido la misma curiosidad respecto de mi propio potencial y mis limitaciones, y me he puesto a prueba para aprender cuánto podía soportar de una cosa y de otra, hasta qué punto podía ser honesto, falso, materialista o mundano, hasta qué punto estaba asustado o podía correr un riesgo, y qué era lo que más me aterrorizaba".


"Cuando alcancé cierto éxito, Lee Strasberg intentó atribuirse el mérito de haberme enseñado a actuar. El nunca me enseñó nada. Se habría atribuido el mérito de la existencia del sol y de la luna de haber visto la posibilidad de que se lo concedieran. Era un individuo ambicioso y egoísta que explotaba a la gente que asistía al Actors Studio. Además intentó imponerse como un oráculo y un gurú en la profesión de actor. Algunos lo veneraban, pero nunca supe por qué. Para mí era una persona carente de gusto y de talento, que no me gustaba nada. Algunos sábados por la mañana iba al Actors Studio porque Elia Kazan daba clases, y por lo general había un montón de chicas guapas. Pero Strasberg nunca me enseñó a interpretar. Fue Stella quien lo hizo, y más tarde Kazan".


Estos textos pertenecen al libro Las canciones que mi madre me enseñó, de Marlon Brando. Editorial Anagrama.